La Plata - Buenos Aires - Argentina

jueves, 30 de octubre de 2008

Columna de arte: Kitsch


La palabra kitsch se origina del término alemán yidis etwas verkitschen, y en el arte se utiliza esta palabra para referirse a lo que es de “mal gusto”, o bizarro.
Se cree que la palabra comenzó a utilizarse en los mercados de arte de Munich entre 1860 y 1870. El término era usado para describir los dibujos y bocetos baratos o fácilmente comercializables, o copias mal hechas de autores conocidos.

Esta palabra también esta asociada al verbo kitschen, que significa “barrer mugre de la calle”. El kitsch apelaba a un gusto vulgar de la nueva burguesía de Munich que pensaba, como muchos nuevos ricos que podían alcanzar el status que envidiaban a la clase tradicional de las élites culturales copiando las características más evidentes de sus hábitos.

Ahora bien, hablamos de lo kitsch como algo que empezó a ser definido como un objeto estético empobrecido, con mala manufactura, significando más la identificación del consumidor con un nuevo status social y menos con una respuesta estética genuina. El sacrificio de una vida estética convertida en pantomima, usualmente, aunque no siempre con el interés de señalar un status social. Pero lo cierto es que esta tendencia estética nació en el campo de las artes visuales a mediados del siglo XX, como parte de la postvanguardia. Heredera del dadaísmo, dentro de la corriente “neodadaísta” (el Dadaísmo, que merece un capítulo aparte, fue una de las Vanguardias de la primera mitad del siglo XX y la más influyente en el arte contemporáneo). Del dadaísmo y Marcel Duchamp, su más célebre representante (el autor del mingitorio dado vuelta y la Gioconda con bigotes), el kitsch heredó el concepto del ensamble (assamblagge) y el objeto encontrado (objet trouveé), y del cubismo heredó el concepto del collage.

De que se trata todo esto? De un estilo que busca objetos perdidos, desechados, olvidados o pasados de moda y los ensambla, los combina de manera tal que pierdan la función para la que fueron fabricados y se conviertan en algo totalmente inútil para el consumo: o sea en una obra de arte. Es que la intención, desde el dadaísmo en adelante en materia de obras de arte, es la paradoja constante entre lo funcional y lo no funcional, entre lo artístico y lo no artístico, que da como resultado una nueva categoría de obra, que ya no es el tradicional cuadro pintado, o la escultura.

Esto marca el tiempo de los cambios en el arte, de replanteo en todas las categorías estéticas. A partir de la segunda mitad del siglo XX el arte ya no sigue parámetros ni cánones de ningún tipo, “el modo”, “la manera” de hacer arte es ya claramente algo completamente subjetivo. Esto es el arte contemporáneo y el Kitsch nace justo en ese momento de transición.

Es una tendencia provocadora, como todas las tendencias del siglo XX, de ruptura con lo convencional o academicista y el “buen gusto”, es una puesta en escena irónica de los objetos vulgares que consumen las clases adineradas. Obviamente en el arte nadie puede decir qué es de buen gusto y qué es de mal gusto, más en esta época, sería un error facilista caer en el cliché en el que a menudo caen algunos críticos de arte, al decir que el Kitsch es simplemente “de mal gusto”. El Kitsch pone en evidencia esas nociones que tachan “lo viejo”, “lo pasado de moda”, o “lo grasa” y lo lleva a la categoría de “obra de arte” reciclado, mezclado con otras cosas, con un nombre y un autor, resignificado, y lo expone en la vidriera donde la gente “de buen gusto” va a adular “al arte”.

Cito a Simón Marchán Fiz en el libro “Del arte objetual al arte de concepto”:
“Gran parte del arte ‘objetual’ subraya el aspecto groseramente ‘Kitsch’ de la mayoría de los objetos que nos rodean. Por esta razón, no debe sorprender la recuperación reciente de la categoría ‘Kitsch’, tanto a nivel teórico como práctico. En la Documenta del ’72 fue ofrecido como categoría respetable y producto de la sociedad de consumo, síntoma de la alienación del hombre frente al fetiche de la mercancía (…). Desde perspectivas más alejadas del neodadaísmo, en la Bienal de Paris de 1973, se encuentran ejemplos esclarecedores del recurso a las categorías del ‘Kitsch’ como elemento de crítica y sátira…”

Columna de arte: Joan Miró, (1893-1983).


Aunque nacido en Barcelona en 1893, la vida y la trayectoria artísticas de Joan Miró están vinculadas desde su infancia a las tierras de Tarragona -primero Cornudella, de donde era su padre, y después Mont-roig- y Mallorca, de donde procedía su madre. A los dieciocho años decide dedicarse a la pintura en un ambiente dominado por las últimas tendencias artísticas francesas, que pudo ver en directo en las exposiciones cubista y fauve de la Galería Dalmau de 1912.
Esas influencias, junto con las de Cézanne y Van Gogh, son las más perceptibles en sus primeras obras, entre 1915 y 1918, donde muestra ya su gusto por figuras y paisajes relacionados con el mundo rural de sus veranos en Mont-roig. Su identificación con ese mundo es el tema de una serie de obras realizadas en los años siguientes que la crítica ha bautizado como detallistas por la minuciosa óptica descriptiva con que trata los objetos y personajes relacionados con las labores del campo.
BUSQUEDA DE UN LENGUAJE
La masía (1921-1922), un ingenuo inventario trascendental y casi religioso de la granja de su familia en Mont-roig muy influido por los frescos románicos del Museo de Arte de Cataluña, culmina esa etapa, tras la que se instala en París, donde ya había viajado en 1919. El escultor Pau Gargallo le cede durante los inviernos su estudio de la rue Blo met, cercano al Bal Noir, establecimiento donde se dan cita artistas y escritores que a partir de 1924 formarán en las filas del surrealismo Michel Leiris, Georges Limbour, André Masson, Robert Desnos, Antonin Artaud. Miró, que ya tendría noticia de estos ambientes a través de Francis Picabia, a quien conoció en Barcelona, traba relación con André Breton a través de este grupo y, desde 1925, expone regularmente con los surrealistas.
LA INFLUENCIA SURREALISTA
A pesar de su lealtad al grupo, Miró no fue nunca un surrealista ortodoxo. En Carnaval de Arlequín (1925), Cabeza de campesino catalán (1924-1925) y tantos otros cuadros de los años veinte y treinta se aprovecha de los nuevos territorios de fantasía y sueño ganados por el surrealismo para la práctica artística para aquilatar imágenes simbólicas que sirvan a ese interés por las cualidades míticas de la tierra que ya está presente en La masía; el gusto surrealista por motivos sexuales y escatológicos se carga siempre en Miró del sentido de lo telúrico que acompaña toda su obra, depurando y simplificando sus signos.
La construcción de sus cuadros debe todavía mucho a la gramática espacial del cubismo Interior holandés I (1928) y, sobre todo, a la idea fauvista de la yuxtaposición de planos de color puro -Pintura sobre un collage (1933), Mujer y perro frente a la luna (1936)-, demostrando su facilidad para incorporar a su propio lenguaje las aportaciones de los principales movimientos de la pintura de vanguardia.
LAS CONSTELACIONES
Miró alterna sus estancias parisinas, donde sobrevive a veces con gran estrechez económica, con períodos en Mont-roig y Mallorca. Las privaciones y la guerra civil española se traducen en una pintura atormentada y gestual cuya expresión más aguda es El segador, pintada para el pabellón de la República Española en la Exposición Universal de París de 1937 donde se exhibió junto al Guernica de Picasso, hoy perdida.
Pero será en 1940, en el pueblecito normando de Varengeville, donde Miró se había instalado huyendo de la guerra, cuando su carrera dé un giro definitivo con veintitrés pequeñas pinturas sobre papel mojado y arrugado genéricamente tituladas Constelaciones. Estas pequeñas composiciones, inspiradas por la contemplación del cielo estrellado de la costa normanda, no son sino tramas de pequeños pictogramas que cubren por igual toda la superficie pintada, convertida así en un espacio topológico prolongado más allá del formato. Miró no sólo depura su peculiar simbología pictórica, sino que descubre y conquista un nuevo concepto del espacio que anticipa buena parte de la pintura no figurativa posterior a 1945.
En 1941 Miró vuelve a España, y una gran retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York supone su definitiva consagración internacional, que le llega en el momento en que su carrera alcanza la madurez artística. Desde entonces Miró prosigue ahondando y depurando su peculiar lenguaje y adentrándose cada vez con mayor seguridad en nuevos soportes y técnicas. Acentúa su dedicación a la escultura y, desde los años cincuenta, inicia una colaboración Constante Con Josep Llorens y Artigas en el campo de la cerámica. Los encargos americanos hacen posible su salto a los grandes formatos y desembocan en los murales cerámicos que ocuparán gran parte de su tiempo desde los dos realizados en 1957 para la UNESCO en París. Por estos mismos años comienza a hacer diseños para tapices y textiles, siempre en armónica colaboración con destacados artesanos del sector, conquistando así nuevos dominios para su lenguaje.
NUEVOS TERRITORIOS
Desde 1956 hasta su muerte, en 1983, Miró vive en Palma de Mallorca en una especie de exilio interior mientras crece el reconocimiento internacional de su figura. Allí podrá, por fin realizar su sueño de trabajar en un gran taller, que el arquitecto Josep Lluis Sert Construye para él en 1956. En 1975 abre sus puertas en Barcelona la Fundación Joan Miró, que, por expresa voluntad del artista, se convierte en un centro de activa promoción del arte contemporáneo. Pese al universal prestigio de su obra, Miró no cejó nunca en la intensidad de su búsqueda de nuevos territorios artísticos; sus diseños teatrales para el montaje de Mori el Merma, del grupo La Claca, o su última obra, la gran escultura monumental de fibrocemento y cerámica Mujer y pájaro, instalada en un parque de su ciudad natal, así lo demuestran.